Hace mucho tiempo había un joven comerciante llamado Kirzai, cuyos negocios lo obligaron a viajar un día al pueblo de Tchigan, situado a doscientos kilómetros de distancia. Por lo común, el habría tomado la ruta que seguía el borde de las montañas, lo que le habría permitido hacer la mayor parte del viaje protegido del sol.
Pero en esta ocasión, Kirzai sufría la presión del tiempo. Era urgente que llegara a Tchigan lo más pronto posible, de modo que decidió tomar el camino directo a través del desierto de Sry Darya. El desierto de Sry Darya es conocido por la intensidad de su sol y muy pocos se atreven a correr el riesgo de cruzarlo. No obstante, Kirzai dio de beber a su camello, llenó sus alforjas y emprendió el viaje.
Varias horas después de partir empezó a levantarse el viento del desierto. Kirzai refunfuño para sus adentros y apuro el paso del camello. De repente se detuvo, estupefacto. A unos cien metros delante de él se levantó un gigantesco remolino de viento. Kirzai nunca había visto nada semejante. El remolino arrojaba todo en derredor de una extraña luz purpúrea y hasta el color de la arena había cambiado. Kirzai titubeó. ¿Debía hacer un largo rodeo a fin de evitar esa extraña aparición o debía seguir siempre derecho? Kirzai tenía mucha prisa, sentía que no disponía de tiempo para tomar el camino más lento, de modo que agachó la cabeza, encorvó los hombros y avanzó.