Había un Rey en un País de ensueño...
Sus poéticos dominios, alcanzaban a todo un territorio, cuya fertilidad exuberante, era fama.
Una constante Primavera, templaba el ambiente y las dulces pomas, en plena madurez, aromaban la brisa suave.
Todo era una caricia sutil...
La tierra, blanda y pródiga, no esperaba la huella del arado. El cultivo no había nacido en la mente del hombre y la vegetación, la florescencia, los frutos, era una santa dádiva que se ofrecía a todos, porque todo nacía y se prodigaba espontáneamente.
En los bosques había un dulce y constante concierto de gorjeos. Ni existía la caza ni la pesca. Los animales todos, jamás esperaban su sacrificio y el ave y el pez, venían a las manos del hombre para ser inmolados voluntariamente.
Era un país de ensueño. Por todas partes existía una perpetua felicidad y la armonía latente en todas las cosas, era como un manto de armiño que cayera sobre todo con blanda placidez.
El Rey tenía doble felicidad.
Había casado con una bella Princesa, extremadamente hermosa, y un amor reflexivo coronaba de dicha aquella santa unión.
Encinta la Reina y próxima a dar a luz, cuyo fausto acontecimiento era precursor de una nueva felicidad, pidió que, para recibir aquel deseado fruto de sus entrañas, se llenara su habitación y el lecho de Rosas, pues como era esperada una Princesa tenía el deseo preconcebido de que naciera sobre Rosas...
Así se hizo, porque todos los súbditos, al conocer el afán de su Reina, enviaron las más bellas Rosas y de más grato perfume.
Nacida ya la Princesa y después de varios días de tan esperado suceso, una noche, durante el sueño, se hirió la Reina con una espina que apareció clavada en su mano...
Al día siguiente, la encontraron muerta...
La pena del Rey era inconsolable. La pérdida de la mujer amada, había abierto hondos surcos en su alma y el recuerdo le torturaba amargamente.
Un día, contemplando a la Princesa, tuvo la idea de que pudiera correr igual peligro que su madre y entonces mandó cortar las Rosas del Reino, decretando que no se pronunciase jamás su nombre para que nunca llegara a sus oídos infantiles.
Los súbditos cumplieron el mandato y desde entonces el nombre de ROSA enmudeció en todos los labios...
Mientras, creció la Princesa.
Pasado el tiempo y escuchando un día el relato de un viaje a un Reino vecino, que el padre de su mejor amiga había visitado, donde existía una gran vegetación de Rosas, llamóle la atención este nombre y cuanto se dijera sobre su belleza y perfume, naciendo en ella la curiosidad, desde ese día, por conocerlas...
Raro era, que desde el nacimiento de la Princesa, la fertilidad del suelo había descendido y los animales, de excesiva mansedumbre antes, se habían tornado huraños.
Con la extinción de las Rosas, todo había palidecido, aunque los habitantes de aquella feliz comarca lo ignoraran.
De pronto, la Princesa enferma gravemente... Acuden todos los Médicos del Reino y no pueden dar con el origen de aquella enfermedad. La Princesa, entretanto, perdía su energía, su belleza, y la lozana frescura de su rostro, extinguiéndose lentamente...
Sólo un Paje, entrevió la causa y hasta la misma Princesa repetía, que podía curar si le exhibieran las Rosas. Pero nadie faltaba al decreto del Rey...
Entonces, el Paje, a hurtadillas y burlando toda vigilancia palaciega, trajo una ROSA del país vecino. Al verla la Princesa, radical e instantáneamente se operó el milagro de su salvación. . .
Quedó el Rey atónito, cuando contempló una mañana a su hija, a cuyo rostro había vuelto la perdida lozanía, reconociéndola sana y salva de su mortal dolencia.
Pero al saber la causa de este milagro inaudito, exclamó: Si bien la Rosa dio muerte a mi Reina, ha salvado a mi Princesa. Acto seguido, dio orden de que cultivaran las Rosas.
Desde entonces, volvió con ellas la prosperidad, y la armonía latente en todas las cosas resurgió de nuevo, retornando aquel País de ensueño a su augusta y perpetua felicidad...
Cuenta la tradición, que el Paje se casó después con la Princesa y llegó a ser un Rey bondadoso...
LA ROSA Cuento Alemán. Rosa Esotérica. Arnoldo Krumm Heller
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